Al entrar al camarín, se sentían los nervios de la noche tan esperada.. Había terminado el primer cuadro y se acercaba el primer baile. Desde principio de año que habíamos estudiado esta coreografía, y por fin íbamos a presentarla frente a mucha gente.
Con cuidado para no dañar el peinado, iba retirando los invisibles que sostenían el peinetón y la mantilla que llevaba sobre la cabeza para el concierto de castañuelas. Con delicadeza pero no sin apuro, retiré la flor blanca de mi bolso rojo.
Ese bolso había acompañado a mi mamá en la mayoría de las funciones en las que ella había estado, y ahora era a mí a quien acompañaba. La emoción recorría cada parte de mi cuerpo y no podía evitar que me picaran un poco los nervios.
Coloqué la flor en mi pelo, del lado izquierdo junto al rodete. La sujeté firmemente con varios invisibles y con la ayuda del espejo, retoqué un poco el maquillaje. Fui hacia el perchero donde yacía el vestuario que iba a utilizar durante todo el espectáculo. Retire con cuidado de la percha la torerita blanca de encaje y me la coloqué sobre el vestido marrón que llevaba puesto. Para que al levantar los brazos, no se subieran las mangas, la sujeté firmemente con dos alfileres de gancho de cada lado.
Ya estaba lista. Miré a mi alrededor: todas mis compañeras de baile estaban ocupadas retocando el peinado, colocándose la torerita, cerciorándose de que el borche dorado que teníamos en el escote del vestido estuviera bien sujeto.
Juntas subimos al escenario y nos colocamos tras bambalinas esperando nuestro turno. El esplendor de la bailaora que estaba antes de nosotras era hermoso: las luces rojas la iluminaban, y cada movimiento, contorsión que hacía con su cuerpo, movía los flecos de su mantón.
Entonces llegó el momento. Se apagaron las luces, y entramos rápida pero sigilosamente y nos colocamos en posición: estaba de costado, pero el cuerpo giraba hacia el público. El brazo derecho levantado, y el otro atravesado, debajo del pecho. Todo el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, mientras la pierna derecha se encontraba más adelante.
Un escalofrío recorrió desde la punta de mis pies hasta mi cabeza. Los nervios empezaban a atacarme ¿Podría recordar la coreografía? Entonces la música empezó, y yo con ella.
Casi sin darme cuenta, los nervios se fueron tan rápido como habían llegado. Ya no me preocupaba por recordar la coreografía, mi cuerpo sabía qué posiciones debía adoptar. No lo obligaba a seguir los pasos que la coreografía indicaba, como una máquina, sino que dejaba que solo fluyera y se acomodara como la música me pedía. Dejé de pensar y comencé a disfrutar de todas las sensaciones que me producía el bailar. Durante los tres minutos que duró la coreografía, fui la persona más libre del mundo. Y también la más feliz.
Me sentía conectada a la tierra con cada zapateo que realizaba, pisaba con fuerza y dejaba que el energía circulara y me irguiera sobre el escenario, frente a las luces y a las caras que no podía distinguir (claro, no tenía puestos los anteojos).
Un giro, otro más, primero un brazo, después el otro, una última vuelta, el último zapateo, y con ambos brazos extendidos hacia el techo, y la cara levantada, terminaba mi primer baile.
Sin duda, una de las mejores experiencias de mi vida.
SCARLET
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