Prólogo
No
podía creerlo. No podía. Juro que la idea me era simplemente descabellada y
absurda. Por un instante fugaz, pensé que podía tratarse una broma de mal
gusto, pero entonces los vi y ya no había dudas. Los dos hombres vestidos de blanco se encontraban parados
frente a la puerta, a mí puerta
y no se irían de allí con las manos vacías.
Miré
a mi madre, llorando desconsolada junto a mi padre. Sus manos temblaban mientras
el papel tissue con el que se había estado tratando de secar las lágrimas se
agitaba, húmedo y arrugado entre ellas, danzando al compás de una sorda pero
triste melodía. Me quedé un instante mirándola fijamente sin que ella me
devolviera la mirada y aunque sé que intentaba hacerlo, no podía.
Mi
atención se fijó entonces en mi padre. Su rostro reflejaba una preocupación que
podía sentir; una preocupación tan física que se palpaba en el ambiente. Sin
embargo fueron sus ojos los que me demostraron también, un destello de
convicción. Esto me asustó. Sabía cómo era él, una vez tomada una decisión, ya no la cambiaría.
Inmóvil
quedé y sin poder articular sonido alguno, pero nadie hizo ningún comentario. Tenía
un grito atrapado en mi garganta, tenía tantas ganas de gritar, de gritarle al
mundo hasta que ya no tuviera fuerzas; de llorar, hasta quedarme seca como un desierto;
y salir corriendo de allí y alejarme de todo y todos. Escapar era en lo único
que pensaba y el saber que no podría hacerlo me sumió en la más profunda desolación.
El
silencio era insoportable y yo ya no lo aguantaba más.
-No-
dije rotundamente. - No voy a ir a ninguna parte-.
Por
primera vez durante ese tiempo, mi madre levantó la mirada y acercándose a mí
colocó sus manos sobre mis hombros diciéndome que era lo mejor. Yo no
quería entender razones ni saber de excusas, y con un movimiento brusco las
quité de encima.
-¡No
quiero!- les grité.
Un
terrible error. Los extraños que no se habían movido desde que entraron en mi
casa estaban allí con un propósito y sólo bastó una señal para acercarse a mí y
apresarme. Yo jamás hubiera podido zafarme de ambos hombres, pero la desolación
no tardó en transformarse en desesperación y casi a rastras me llevaron
escaleras abajo hacia la puerta de entrada del edificio. Ante el alboroto, el
potrero y varios vecinos salieron de sus departamentos para ver de qué se
trataba todo ese escándalo. Pataleé, grité, me retorcí, hice todo lo que mis
fuerzas me permitieron, todo lo que estuvo a mi alcance. Todo fue inútil.
En
la puerta esperaba la ambulancia, pintada de blanco, como los uniformes de los extraños.
No quería entrar allí, me faltaba el aire, mi cabeza daba vueltas y mi corazón
se encogió sumido en la pena y el horror que me provocaba la incertidumbre del
futuro que me esperaba.
Si
hoy me preguntan qué fue lo que más me enfureció en aquel momento, les diría
sin ningún rastro de duda que fue la actitud de mis padres. Estuvieron allí
todo en tiempo. Me vieron forcejear, patalear, me escucharon gritar, y aún así ninguno
hizo nada, ninguno fue en mi ayuda. Me sentía traicionada y humillada.
Antes
de sucumbir ante los efectos del tranquilizante que acababan de inyectarme
contra mi voluntad, los vi. Ambos, tomados de las manos frente a las puertas de
la ambulancia. Jamás podría describir la sensación de vacío que sentí. No
existen adjetivos para describir la infinita tristeza y desesperanza que inundaba
cada parte de mi cuerpo y mis sentidos.
Lentamente,
una lágrima se deslizó por mi mejilla mientras las puertas de aquel infierno se
cerraban detrás de mí y progresivamente, la brillante mañana del sábado se
ensombrecía y me sumía en un profundo sueño del que deseé no haber despertado
jamás.
Scarlet
Muy Liindoo....
ResponderEliminarMe Re Gusto..
Yo Te Sigo Y Ahora Te Invito A Seguirme
Para Poder Copartir Sentimiento y Opiniones
http://esmiimaginacion.blogspot.com/
Enserio Esta Muy Boniito Seguie Escribiendo Asi
Besiitos..