“Y la ventana abrí: revoloteando
vi entonces un cuervo venerado
como ave de otra edad…”
E. A. Poe; “El Cuervo”
Sentado en el sillón de mimbre, observaba en silencio el vidrio del gran ventanal del cuarto. Hacía un calor insoportable. El aire, caliente y pesado, dificultaba la respiración.
Solo en casa. Su familia estaba cenando afuera y él se quedó, no tenía opción. Debía hacer la tarea, pero el calor era demasiado y se adormecía, así que se recostó. Deseaba dormir un poco, sin éxito: un suave golpeteo en el vidrio no le dejaba descansar. Adormilado se incorporó con gran esfuerzo y caminó hacia el ventanal ¿De dónde venía aquel ruido? Estaba todo demasiado oscuro como para poder ver algo.
De repente el golpeteo cesó. Extrañado volvió al sillón. Prendió la televisión pensando en ver alguna película pero los canales pasaban velozmente frente a sus ojos sin encontrar nada interesante.
Tan inesperadamente como la primera vez, el extraño ruido volvió a llamar su atención. Volvió a incorporarse decidido a ponerle fin a aquello, ese golpeteo lo estaba poniendo nervioso.
Salió al balcón y fue entonces cuando lo vio: un pájaro, un ave enorme se encontraba allí. su color era negro brillante y sus plumas, grandes y lustrosas. El pico, grueso y fuerte y sus patas terminadas en afiladas garras, eran negras también.
Un cuervo, sólo un pájaro. Bastaba con tirarle algo para que volara asustado. Tomó entonces una piedra que estaba en una maceta a su lado.
Se disponía a lanzarla cuando una voz en su cabeza dijo: “No lo hagas” Se paró en seco con el brazo aún extendido detrás de la cabeza y su mano apretando la piedra ¿Por qué pensaba aquello? Era sólo un estúpido pajarraco. “No lo hagas”, volvió a escuchar, “O te arrepentirás. Los cuervos tienen buena memoria, nunca los llames estúpidos”.
Lanzó una carcajada. Era sólo un pájaro ¿En qué pensaba? ¿De donde había sacado semejante idea? Esta vez no se detuvo y la voz no volvió a advertirle. La piedra golpeó al cuervo con tan buena puntería que le dio en un ojo. Mal herido, el ave se desplomó hacia atrás cayendo por el balcón hacia la calle y pegando contra el suelo.
Se asomó al vacío tratando de divisar dónde había caído. Allí estaba: las alas, rotas y el pico doblado. El cuello se encontraba en un ángulo grotesco y un charco de sangre negra crecía debajo del cuerpo inerte.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. No había querido matarlo, sólo asustarlo. Había sido un accidente, nada más.
Cerró la ventada y se acostó en la cama. A pesar del calor agobiante, se tapó hasta las orejas con el acolchado y hecho un ovillo, se quedó dormido.
Despertó sudando, sobresaltado al recordar lo que había sucedido. Temblaba de pies a cabeza ¿Qué hora era? No lo sabía, pero calculaba que alrededor de las tres.
Un golpeteo lo dejó duro y lentamente giró su cabeza hacia la ventana que se abría muy despacio. “Te lo advertí. Los cuervos jamás olvidan”. Horrorizado se quedó mirando el ventanal abierto, ahora, de par en par.
Un grito desgarrador despertó a todo aquel que dormía en aquella casa. Corriendo, entraron al cuarto lo más rápido que pudieron y con horror vieron la escena que no olvidarían el resto de sus vidas: un cuerpo, tirado en medio de la alfombra, que aún respiraba. Había sangre en toda su cara, excepto en el hueco oscuro donde anteriormente se hallaba su ojo derecho.
SCARLET
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