El Camino era largo y le pesaba el cansancio, sólo pensaba en volver a casa y recostarse después de una larga jornada. Deseaba llegar lo más rápido posible. El cielo amenazaba con llover y no quería que lo tomara desprevenido.
Entonces la vio, esa tarde nublada de diciembre. Parada frente a las vías aguardando el momento, sola. Nunca supo si estaba llorando o si estaba sonriendo; estaba de espaldas, sola. Nunca la vio con sus amigos, ni siquiera sabía si los tenía; siempre estaba calladita y sola. Tampoco se preguntó qué estaría haciendo allí, ni sospechó lo que pasaría. Así la dejó, como todos, sola.
Tenía dieciséis años y regresaba a casa con su mochila a cuestas. Las clases ya habían terminado hacía dos semanas, pero aún le quedaba una materia por dar.
Su pollera azul ondeaba con la fresca brisa y la piel de gallina aparecía en sus piernas desnudas. Su rostro, neutral; sus facciones, inexpresivas. Miraba al horizonte, pasando las vías, pasando su casa, pasando toda frontera existente hacia el blanco vacío de la incertidumbre que se extendía más allá de todo lo conocido. Caminó uno, dos, tres pasos, como queriendo alcanzar la tranquilidad que ese vacío le producía.
Aún hoy el remordimiento lo consume. Sabe que no es responsable, pero aún así no puede dejar de sentirse culpable. Él la había visto, la veía todos los días cuando caminaba hacia la escuela. También conocía a sus padres, vivían a la vuelta de la esquina, pero él no hizo nada ¿Cómo no se había dado cuenta? Estaba ciego, no lo vio, o no quiso hacerlo.
Supo después que en la infantil mente de ella, inexperta e inocente de dieciséis años, sólo existían las últimas palabras que su madre le había dicho esa mañana: “Si no das bien la materia, no volvés a casa”.
Jamás lo hizo.
Scarlet